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Por Antón R. Castromil / Contacto
¡Ojo! El siguiente texto puede contener extractos literales de la obra de Walter Lippmann que se cita al final del artículo. En esta web estamos en contra de la piratería y de la citación anónima.
Para los autores próximos al elitismo competitivo (Joseph Schumpeter o Walter Lippmann) resulta una ficción pretender que el pueblo posea el poder de decidir directamente en los asuntos públicos. En la práctica la democracia representativa es un arreglo por el cual las elites adquieren el poder de decidir a través de una lucha competitiva por el voto del pueblo.
Para Walter Lippmann el ciudadano de a pie no sabe con seguridad lo que está sucediendo en el universo político que le rodea y quién es el responsable de que las cosas sean como son.
Ningún medio de comunicación le ha contextualizado correctamente el mundo de forma que pueda entenderlo en su totalidad, ninguna escuela le ha enseñado cómo imaginarlo. Sus ideales, con frecuencia, no encuentran encaje y escuchar los discursos de los políticos, aportar sus opiniones y ejercer su derecho a voto no le capacita para el gobierno.
Los públicos viven, así, en un mundo que no pueden ver, no entienden y son incapaces de dirigir.
Su soberanía, por lo tanto, es una ficción. En teoría reina pero, de hecho, no gobierna. Su participación en los asuntos públicos es algo pretencioso. De hecho, Lippmann sostiene que la ciudadanía en su conjunto no participa en los asuntos públicos de ninguna forma.
Al ciudadano en las sociedades democráticas se le ha asignado una tarea imposible y se le ha pedido poner en práctica un ideal inalcanzable. No puede encontrar el tiempo para hacer lo que la teoría de la democracia espera de él, es decir, saber lo que está pasando y tener una opinión al respecto que merezca la pena ser expresada en cada cuestión que forma parte de la actualidad.
Se espera del votante, del ciudadano, que haga gala de un espíritu crítico y que ponga interés, curiosidad y esfuerzo pero el ideal omite un hecho decisivo: El ciudadano sólo concede una pequeña parte de su tiempo a los asuntos públicos, tiene un interés esporádico en los hechos y un escaso apetito por la teoría.
Para Lippmann es evidente que los ciudadanos no pueden saber de todo, sobre todo, todo el tiempo, porque mientras está estudiando un tema, hay otros mil asuntos que están cambiando permanentemente.

La educación
La apelación habitual a la educación como remedio a la falta de interés de los ciudadanos por el gobierno público sólo trae, para Lippmann, una nueva decepción. Los problemas del mundo moderno aparecen y cambian más rápido de lo que ningún grupo de profesores puede asimilar.
Si las escuelas tratan de enseñar a los niños cómo resolver los problemas de cada día, están condenadas a ir siempre por detrás. A lo máximo que pueden aspirar es a la enseñanza de un patrón de pensamiento que dotará al ciudadano de la capacidad de abordar un nuevo problema de forma más útil.
Pero, en resumen, Lippmann sostiene que la educación no puede capacitar al ciudadano porque los profesores no pueden anticipar los problemas del futuro.
Si el votante no puede comprender los detalles de los problemas diarios porque no tiene el tiempo, el interés o el conocimiento, su opinión pública no será mejor por el hecho de que se le pida más a menudo expresar su opinión.
El gobierno basado en la opinión pública, por lo tanto, no tiene sentido. Se basa en un ideal inalcanzable. El ideal del ciudadano soberano y omnicompetente es un ideal falso. La imposibilidad de alcanzar tal ideal ha producido, para Lippmann, el actual desencanto con la democracia.
El individuo no tiene opiniones sobre todos los asuntos públicos. No sabe cómo dirigir los asuntos públicos. Es falto que la suma de las ignorancias individuales de las masas sea capaz de producir una fuerza rectora continua de los asuntos públicos.
El gobierno, en los largos intervalos entre elecciones, es gestionado por políticos, gobernantes y hombres influyentes que llegan a acuerdos con otros gobernantes, políticos y hombres influyentes. La masa de gente comprende estos acuerdos, los juzga e influye en ellos de vez en cuando. Pero todos esos problemas de manera conjunta son demasiado numerosos, opacos y complicados como para convertirse en materia del ejercicio constante de la opinión pública.
Y todo ello porque la sociedad moderna, para Walter Lippmann, no es visible para nadie ni inteligible de manera continuada como un todo.
El ciudadano no vive para leer todos los informes que se amontonan ni todos los informes que aparecen en los periódicos sino que vive en la “paz de su ignorancia”. La información general para informar a la opinión pública es en su conjunto demasiado general para ser considerada intelectualmente decente y la vida es demasiado corta como para seguir al minuto todos los temas de debate.
Si todos los hombres tuviesen que estar pendientes de todo el proceso de gobierno durante todo el tiempo nunca se lograría sacar adelante todo el trabajo que hay en el mundo. Los hombres no hacen ningún intento de considerar a la sociedad en su conjunto.

Opiniones específicas y generales
Lippmann diferencia entre las opiniones específicas, que llevan a una decisión de actuar en un área donde se tiene una jurisdicción personal, y las opiniones generales. Estas últimas llevan sólo a un tipo de expresión, como el voto, y no terminan en actos ejecutivos excepto en cooperación con las opiniones generales de muchas otras personas.
Los hombres, a través de los votos o mediante la expresión de la opinión, exigen recompensar o castigar en función de un resultado; aceptar o rechazar las alternativas presentadas. Pueden decir que sí o que no a algo que ha sido hecho, sí o no a una propuesta, pero no pueden crear, administrar y ejecutar lo que tienen en mente.
Para Lippmann, las personas que manifiestan opiniones públicas pueden definir los actos humanos, pero sus opiniones no ejecutan esos actos. Cada uno de nosotros, como miembro de un público, permanece siempre ajeno a la esfera de los actos ejecutivos. Nuestras opiniones públicas son siempre, debido a su propia naturaleza, un intento de controlar las acciones de otros desde el exterior.
Las opiniones del público acerca de cómo otros deberían comportarse son las opiniones públicas.
Sobre el tema de las elecciones Walter Lippmann se pregunta si realmente son, como se afirma en el plano ideal, expresión de la voluntad popular. En el voto, se sugiere, no es posible expresar nuestros pensamientos acerca de la política pública del país. Probablemente tal acción nos llevaría horas por lo que se concluye que atribuir al voto la expresión de nuestra mente es una ficción vacía.
Lo que realmente el voto es es una promesa de apoyo. Es una forma de decir que uno está en la línea de otros hombres, que nos sentimos parte de un proyecto, que nos alineamos con él.
El público no selecciona al candidato, escribe el programa electoral o diseña la política más de lo que, según Lippmann, construye el coche que conduce habitualmente. Se aliena a favor o en contra de alguien que se ha ofrecido a sí mismo, alguien que ha realizado una promesa.
El gobierno de la mayoría
¿Qué papel reserva entonces Lippmann a las opiniones de las mayorías? La justificación del papel de las mayorías, a su juicio, no se encuentra en su superioridad ética sino en la absoluta necesidad que tiene la sociedad de hallar un lugar para una fuerza que reside en el peso numérico.
Unas elecciones basadas en el principio del gobierno de la mayoría constituyen en términos históricos y prácticos una sublimada y desnaturalizada guerra civil, una movilización sin violencia física. Un voto es un sustituto civilizado de una bala. Unas elecciones son un sustituto de un combate.
El principio del gobierno de la mayoría es, así, un principio meramente práctico. Si se quiere evitar una guerra civil debe dejarse gobernar a aquellos que en cualquier caso ganarían una confrontación por su superioridad numérica.
Pero, sea cual sea la naturaleza y función del gobierno de la mayoría, lo que Lippmann tiene absolutamente claro es que el público no expresa sus opiniones sino que se alinea a favor o en contra de una propuesta.
Si esta teoría es aceptada tenemos que abandonar la noción de que el gobierno democrático puede ser la expresión directa de la voluntad del pueblo. Tenemos que abandonar la noción de que la gente gobierna. En su lugar, Lippmann opta por la teoría de que, debido a sus movilizaciones ocasionales como mayoría, la gente apoya o se opone a los individuos que realmente gobiernan. Se diría entonces que la voluntad popular no dirige continuamente sino que interviene ocasionalmente.
¿Y qué papel se reserva, en este contexto, a los medios de comunicación de masas? Pues de ellos dependerá el conocimiento de las ideas y propuestas de gobierno. Son los encargados de ponerlas en circulación en la sociedad en busca de apoyos u oposiciones.
Referencias
– Lippmann, W. (2011. V. O. 1925): El público fantasma. Madrid. Genueve Ediciones.