¿Es posible un relato progresista de España?

Por Antón R. Castromil / Contacto / @Twitter

La confrontación de las últimas semanas en Catalunya ha puesto de relieve las insuficiencias, desafectos y conflictos que provoca la actual vertebración territorial de España.

Para unos, el país resulta un lugar irrespirable, un ahogo a la libertad y prosperidad sólo alcanzables bajo el paraguas de un nuevo estado en forma de república. Para otros, la idea de ruptura con el marco constitucional vigente supone, en sí misma, una agresión a su identidad como españoles. Y todo ello ahora, en la antesala de unas elecciones autonómicas decisivas.

En distinto grado de intensidad éste es el conflicto de legitimidades e identidades que en las últimas semanas hemos tenido hasta en la sopa. Un larvado cleavage o fractura social –siguiendo la famosa tipología de Lipset y Rokkan, 1967– que en los últimos tiempos ha cobrado tal virulencia que ha sido capaz de relegar a un segundo plano a las tradicionales líneas de división izquierda-derecha (capital/trabajo).

Ya no se trata de discutir los efectos de la crisis económica, el reparto de la riqueza o la mejor forma de afrontar el problema del desempleo. Todo ha sido borrado del mapa, también la corrupción, para regocijo del Partido Popular favorito en las encuestas a nivel nacional. De repente, la agenda de temas de debate público se ha vuelto monotemática: la cuestión nacional catalana y, por extensión, española.

El problema es que este cambio de rumbo en la tematización de la competición político-partidista no ha sentado igual de bien a todos los partidos. Algunos se están dando un festín y otros sufren ardores de estómago.

Espacio político transversal

En este sentido, podemos entender la fortaleza del bloque soberanista catalán como la creación de un espacio político transversal en el que la ideología cede buena parte de su protagonismo en pos del derecho a decidir y la construcción de un nuevo estado.

Un nacionalismo tan incluyente de puertas hacia adentro como de mínimos, sintetizado en la idea integradora del polémico referéndum de independencia del 1-O. En esta fiesta común todos los comensales disponen de cuchillo y tenedor.

El menú sería el siguiente: Los conflictos económicos y sociales se dejan para después de la independencia. La estrategia, paradójicamente, se parece mucho a la (no) política de la transición española, tal y como nos cuenta José María Maravall en su ya clásico La política de la Transición (1981). De plato principal, el acuerdo y el establecimiento de un nuevo marco político estable y, sólo a la hora del postre, la legítima lucha por el poder.

De este modo, lo que hace poco tiempo nos parecería indigesto ha terminado por cobrar carta de naturaleza. Sectores que van desde la derecha más conservadora (PDeCAT), pasando por el independentismo republicano clásico (ERC) y terminando en el soberanismo antisistema de la CUP han sabido convivir juntos. Todos a una en torno a un Procés aglutinador, a una idea de Catalunya como lugar de encuentro de las distintas sensibilidades nacionales, ahora ya todas abiertamente independentistas.

En cambio, la idea de España, podría parecerse al tenso almuerzo de una familia con profundos desacuerdos internos. Algunos de los comensales, desde el minuto cero, están ya deseando levantarse del convite e irse a otro lugar, saltándose la sobremesa.

Es decir, la identificación con España se ha convertido en una narrativa en la que algunos partidos (las derechas: el PP y Ciudadanos) se sienten muy cómodos. Pero otros (las izquierdas: el PSOE/PSC y, sobre todo, Podemos) huyen de ella como de la peste. En pocas palabras: la identificación con la idea de España resulta monopolio casi exclusivo de la derecha, cuando no de la ultraderecha. Los símbolos nacionales como la bandera, el himno o la jefatura de estado provocan desafección y lejanía.

Secuestro de la identidad española

Desde el inicio de la nación española en el siglo XIX, nos cuenta José Álvarez Junco en su deliciosa Mater Dolorosa, ésta fue secuestrada por los conservadores católicos y absolutistas. Más tarde, el franquismo pondrá la puntilla con su nacional catolicismo.

Y esta idea sesgada de España se encuentra profundamente arraigada en la conciencia colectiva de parte de la población, que no ha podido, querido o sabido redefinir su identidad nacional en clave progresista o, cuanto menos, neutra. Y a los partidos políticos de izquierdas les ha pasado lo mismo.

Algunos han abordado el tema y han llegado a una solución de compromiso (como el federalismo del PSOE/PSC que no se sabe muy bien qué es), mientras que otros han sido incapaces de redefinir un relato coherente que cale en la ciudadanía (Podemos). Los costes electorales de esta falta de encuadre podrían ser inminentes.

Por ello, si el debate público abandona lo económico y social y se dirige de forma monotemática hacia la cuestión nacional, la izquierda española tiene un problema. Un problema grave de relato ante la derecha y el frente transversal catalán. Y la desorientación resulta mayor cuanto más a la izquierda se sitúe el partido en cuestión.

Parece urgente, por lo tanto, construir una nueva narrativa. Una idea de España como un lugar de entendimiento, solar de naciones, pueblos y lenguas. De solidaridad y fraternidad. Un sitio en el que los valores de la izquierda puedan reivindicarse también en nombre de España.

El momento político actual hace de esta reconstrucción un imperativo de supervivencia, pero también una oportunidad para partidos como el PSOE/PSC y Podemos.

Frente a las posturas de máximos (independencia unilateral vs unidad innegociable) la izquierda, situada en algún punto medio entre ambos, puede y debe introducir un poco de cordura y un mucho de diálogo entre unos hermanos que han comenzado a darse la espalda.

Pero, claro, los puntos intermedios suelen provocar cierta dosis de incomprensión mediática y ciudadana. Los medios de comunicación prefieren una postura clara, un blanco o negro. Pero el conflicto nacional que tenemos delante necesita de matices, lugares de entendimiento, diálogo y cesión.

Esta es la tarea titánica que la izquierda española tiene ante sí. En el corto plazo, servir de puente entre las posturas más extremas que están intoxicando conciencias y llevándonos al abismo. En el largo plazo, resulta necesario redefinir la idea de España rompiendo el monopolio y el secuestro secular que de ella ha hecho la derecha española.


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NOTA: Imagen de portada de Raúl Hernández González distribuida bajo licencia Creative Commons

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