Todos somos (algo) incoherentes

Por Antón R. Castromil / Correo electrónico / @Twitter

Muchos autores, a lo largo y ancho de las ciencias sociales, han teorizado sobre el modo en que opera nuestra mente a la hora de adecuar ideas, valores, actitudes… a nuestro comportamiento. Se trata de un proceso necesario si no queremos que, como diría Leon Festinger, surja en nosotros una cierta incomodidad por actuar de modo incoherente.

Festinger llamaba a esta desagradable sensación “disonancia”, que no sería otra cosa que aquello que sentimos cuando nos comportamos de modo contrario a nuestras creencias.

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Imagen de José María Pérez bajo licencia Creative Commons

Existen muchas formas de caer en disonancias: Cuando hacemos algo que sabemos que está mal hecho o es injusto; cuando hacemos algo siendo perfectamente conscientes de que deberíamos estar haciendo otra cosa.

En este sentido, el muy utilizado refrán “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy” no sería sino un intento, casi siempre infructuoso, de evitar la disonancia del vago. “No pierdas el tiempo y ponte a hacer los deberes”, dice la mamá a un hijito que, en el fondo de su tierna conciencia, siente cierta pesadumbre por alargar la merienda o quedarse viendo dibujos animados en vez de lidiar con los ejercicios de matemáticas.

Disonancias: Comunes como la vida misma

Pero la disonancia no es algo que suceda sólo de vez en cuando. Para nada. Aquel que se comporte siempre de forma coherente que tire la primera piedra. Los seres humanos no somos así, más bien nos parecemos a un océano de contradicciones.

Es por ello que el propio Festinger reconoce que las disonancias cognitivas tienen mucho que ver con la vida cotidiana. Es más, el día a día constituye, de hecho, la principal fuente de disonancias.

Así que tranquilos, es normal una cierta incoherencia. Da color a nuestras vidas. Pero no por resultar cotidianas, tal y como nos advierte Festinger, las disonancias dejan de molestarnos.

¿O no? ¿O no sentimos cierta incomodidad y remordimiento cuando hacemos lo que no debemos? Claro que sí. A todos nos ha pasado. El que diga que no, probablemente miente con una nariz como la de Pinocho.

Lo que sucede es que las disonancias tienen distintas magnitudes.

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A veces, una cierta incoherencia interna nos produce incómodos cosquilleos, pero la vida sigue sin demasiados problemas. Pero otras veces, las disonancias se vuelven insoportables y tenemos que ponerles freno sí o sí.

Todo depende de hacia dónde apunte la incoherencia. Si lo hace hacia un lugar residual de nuestro sistema de valores, o su amenaza se nos antoja de cartón, sin que llegue la sangre al río; entonces, la disonancia es pequeña y podemos soportarla.

Pero, si, mecachis, la inadecuación entre valores y acciones atenta, por ejemplo, contra la dignidad misma de nuestro ejercicio profesional o contra nuestra condición de buenos padres o hermanos, entonces, la cosa cambia. Se trata de una disonancia del tamaño de la catedral de Burgos.

Nos confesamos, asumimos los costes. Pero tenemos que sacarnos de encima la sensación de culpa como sea. Mejor una bronca con mi querido hermano que perderlo para siempre. ¿No?

Como conclusión, debemos reconocer que todos somos incoherentes en mayor o menor medida. El quid de la cuestión será decidir dónde no importa demasiado serlo y hasta dónde no estamos dispuestos a llegar.

Del contrapeso en esta histriónica balanza dependen dos cosas: nuestro bienestar psicológico interno y el modo en que, desde el exterior, nos perciben los demás.

Elijamos bien lo que hacemos, pues.

 

Para saber más

– Festinger, L. (1975 V. O. 1957): Teoría de la disonancia cognoscitiva. Madrid. Instituto de Estudios Políticos.

 

Imagen de portada de Margarita Olvera Monterd bajo licencia Creative Commons

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