Llevamos ya días, muchos días confinados en casa. O uno se organiza, o muere. O entristece, que lo mismo es. En nuestro caso, los niños nos alegran la existencia. Aunque también complican el encierro, con esporádicas crisis de gritos y ansias de libertad. ¿Cómo lleváis las privaciones? El maldito virus oficia de carcelero…
No sé con exactitud cuánto llevamos encerrados en casa. No hemos ido haciendo muescas en la pared, como mandan los cánones de las instituciones penitenciarias. Pero son muchos. El artificial techo de nuestro apartamento, a veces, parece que, como en los comics de Astérix y Obélix, va a caerse sobre nuestras cabezas.
Y lo que nos queda morena. Las últimas noticias hablan, sin embargo, de un descenso de la curva de contagios, o algo por el estilo. Nos transmiten que la epidemia parece que comienza a controlarse. Cierto o no, la cuestión es que nos genera más ansias de libertad. De salir a cielo abierto. De abandonar la agoragobia.
¿Cómo te organizas tú, en la soledad de tu domicilio? ¿Solo o acompañado? ¿Aburrido o atareado?
Nosotros nos repartimos entre momentos de ocio y laboriosidad. Los niños tienen que continuar aprendiendo. Lecciones de inglés, ciencias naturales, matemáticas… A veces, nuestro hogar se parece a ese Liceo en el que Aristóteles enseñaba paseando. Usamos el pasillo de casa para nuestra particular mayéutica.
Otras veces, cachondeo total. Los nenes se disuelven en Netflix o Disney+, nos dan un respiro, drogados hasta las trancas. Mi chica y yo hacemos lo propio con estupefacientes de verdad de la buena: Gin Fizz, si es mediodía -como mandan los cánones de la vieja coctelería- o Sex on the Beach, si la noche ha caído ya sobre una ciudad que desconocemos.

Lo que más nos cuesta: Establecer la línea divisoria entre los días de diario y el fin de semana. Ahora se entiende mejor el milagro de seguir cuerdo en el ritmo lentísimo de la cárcel de Soto del Real. Nuestras jornadas parecen idénticas, como esa margarita rutinaria a la que se le arrancan las hojas con maquinal capacidad destructiva.
Lo que más nos cuesta: Controlar nuestros sentires más misántropos. El llanto, la risa, la desesperación, la rabia, el júbilo… Hacerlos compatibles con los instintos de los demás, de los otros que comparten habitáculo obligado. Porque eso es vivir juntos, ser una familia: mantenerse unidos y compenetrados, incluso, en la más jodida de las circunstancias.
Como ésta que nos ha tocado vivir, con el maldito virus robándonos las calles. Malasaña está tan triste como desierta.
Ayer decían las noticias que los norteamericanos hablan ya de un nuevo ataque a Pearl Harbor. Nosotros, como cantan por unos balcones que desde el patio interior de nuestra casa no vemos, pero sí oímos, ¡RESISTIREMOS!
¡Salud y ciencia!
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