La fea política (III)

Por Antón R. Castromil / Contacto / @Twitter

En entradas anteriores traté el tema de la profesionalización y de la corrupción como dos elementos que hacen de la política una peste de la que todos huyen. Una actividad de las menos valoradas en la sociedad.

De igual forma que la profesionalización me parecía un mal necesario en los tiempos que corren, el tercer elemento de descontento, el que analizaré hoy aquí, también se me antoja inseparable al principio representativo que rige en nuestras democracias.

Me refiero a la percepción ciudadana detectada tanto por especialistas como por encuestas de los políticos como alguien ajeno al ciudadano común y que sólo busca su propio interés.

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Imagen de wonderferret bajo licencia CC

El argumento se cierra con la percepción de que los políticos quieren ante todo votos, no solucionar los problemas de la gente real. Que actúan movidos únicamente por su propio egoísmo personal, pensando siempre en maximizar sus posibilidades de acceder o mantenerse en el poder.

Pero esta concepción, de ser cierta, olvida el carácter electivo de nuestras democracias representativas y el principio de que, salvo imponderables del sistema electoral, gana el que más votos consigue.

Votos, votitos votos!!!

De este modo no sólo resulta lícito, sino que constituye la esencia misma del sistema el hecho de que nuestros políticos busquen en nosotros el voto. Si no fuese así, lo nuestro no sería una democracia. Si la selección de los cargos no se basase en los sufragios ciudadanos, entonces apaga y vámonos.

Por ese mismo motivo, no parece demasiado censurable que nuestras elites políticas se partan la cara por nuestro apoyo. Ciertamente, a veces, resulta sonrojante lo que llegan a hacer y decir por un puñado de votos. Pero es que el principio de selección de representantes mediante elección lo lleva en la sangre.

La competencia por los votos consigue, además, dos efectos que, muchas veces, no se tienen en cuenta.

Por un lado, hace que el sistema representativo tienda hacia el “buen gobierno”, a través de campañas electorales en las que partidos y candidatos compiten por ofrecer el mejor de los programas posibles. Y con ello los tan anhelados votos, claro.

Bien es cierto que también entra dentro de lo posible que aquellos partidos que saben que no van a ganar tiren la casa por la ventana. Prometan lo imposible, porque tienen claro que jamás se encontrarán en el aprieto de tener que cumplirlo. Y esos incumplimientos y expectativas desorbitadas pueden generar descontento.

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Pero, por otro lado, la competencia en torno al voto consigue también el efecto virtuoso de la revalorización de los partidos en la oposición. Si un partido gana y no consigue implementar las principales políticas prometidas en campaña, la oposición se encarga de recordárselo al electorado una vez terminada la legislatura. Entre otras cosas de ello se encarga la publicidad político-mediática negativa.

Así, entra dentro de lo posible que los malos políticos sean expulsados y sustituidos por otros que, o bien consiguen hacerlo mejor, o bien se arriesgan a seguir el camino de sus predecesores.

Por todo esto, no han faltado politólogos que considerasen hasta buena la estimulación de la lucha por el poder y los votos. El fomento de las ambiciones de los políticos y no la puesta en marcha de estrategias como la limitación de mandatos o la sensación de que la lucha por tales votos es algo que envilece la actividad representativa.

Bien al contrario. Seamos conscientes que si la política y los políticos ponen obsesivamente su punto de mira en los votos es porque el sistema legitima que gobierne una elite, sí, pero siempre bajo nuestro consentimiento.

Si los ciudadanos a penas disponemos de resortes para intervenir en política no nos pongamos todavía más cortapisas. Nuestros votos son la gasolina del sistema.

 


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Imagen de portada de Marco Chiesa distribuida bajo licencia Creative Commons.

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